Eliseo Ferrer

Sacrifico y Drama del Rey Sagrado
(Bases del Mito Cristiano)

Eliseo Ferrer:
«Sacrificio y drama del Rey Sagrado». 
(Genealogía, antropología e historia del mito de Cristo)

Un cristianismo judío sin Jesús de Nazaret

El Mesías-Cristo: Un ancestral y arcaico mito reformulado por las sectas del mesianismo apocalíptico judío y transformado por el gnosticismo y por la Iglesia del siglo segundo

Eliseo Ferrer propone en Sacrificio y drama del rey sagrado (Genealogía, antropología e historia del mito de Cristo) [1] una visión alternativa y crítica de los fundamentos del cristianismo. Pues, situado dentro del contexto del mesianismo judío, el cristianismo de los «orígenes» fue. Según este autor, un fenómeno enormemente complejo que nada tuvo que ver con las simplificaciones de los catecismos de la Iglesia, ni tampoco con las ficciones que más tarde construyeron los reformadores luteranos a través de su ucronía de pureza (Urgemeinde).

Como afirma Ferrer, para entender el fenómeno en su verdadera dimensión hemos de saber, en primer lugar, qué fueron el protognosticismo y el gnosticismo cristiano, y entender también qué papel desempeñaron la literatura sapiencial judía, la literatura intertestamentaria y la literatura apocalíptica entre ciertas sectas mesiánicas judías del periodo final del Segundo Templo. Y, además de todo ello, y muy importante, hay que valorar en su justo término los hechos acaecidos el año setenta de nuestra era con la destrucción del Templo de Jerusalén dentro de la primera guerra judía contra Roma (66-73); además de conocer las técnicas exegéticas y la particular hermenéutica (midrash, derásh, pésher, etc.) que utilizaron en la interpretación de las Escrituras los diferentes judaísmos prerrabínicos, y a través de las cuales fueron redactadas las primeras versiones de los evangelios.

La obra gira en torno al significado de dos líneas culturales de evolución (mistérica y gnóstica) a lo largo de la prehistoria y de la protohistoria, con dos mitos en parte análogos al del «Mesías-Cristo», que conformaron su base y sus fundamentos simbólicos en el siglo primero junto al mito del Mesías judío (de origen mesopotámico) y a la interpretación judía del Hijo del Hombre de Daniel (de origen persa e indoiranio). Uno de esos mitos ancestrales (mistérico) aparece desarrollado a través de la idea de la muerte y resurrección del dios-hijo del complejo mítico-ritual del Sacrificio del Rey Sagrado de los cultos de la vegetación, tal y como lo definiera originariamente Sir James G. Frazer. El otro, el mito gnóstico, arranca de la cosmogonía prehinduista de la India védica, y presenta como primera formulación el asesinato de carácter cosmogónico del Protanthopos (Purusha): una figura llena de luz y bondad que resultaba troceada y dividida en pequeñas partículas, sembradas en un mundo de tinieblas; para cuya recuperación se hacía necesaria la venida al mundo del hijo de dios como revelador de la sabiduría contenida en esas chispas de luz divina.

De tal manera, que en una de las posibles lecturas de esta obra vemos como, lejos de todo formalismo, se van sucediendo alternativamente el mito mistérico (muerte y resurrección de la divinidad) y el mito gnóstico (descenso del revelador o del hijo de dios) dentro de los contenidos materiales de las diferentes culturas antiguas; para confluir finalmente, por influencia de la cultura helenística, dentro del imaginario simbólico del judaísmo del Segundo Templo (el «mesías» de Israel y el «hijo del hombre» de Daniel). Se trataba del momento en el que hacía su aparición el mito apocalíptico de la llegada del Mesías-Juez dentro de algunas de las sectas del judaísmo prerrabínico, antes de ser transformado por Pablo de Tarso, por el gnosticismo cristiano y por la Iglesia del siglo segundo.

De tal manera que la perspectiva crítica del cristianismo que propone Sacrificio y drama del rey sagrado aparece dividida en tres partes fundamentales, que la obra presenta a través de tres «libros» sucesivos dentro de sus páginas: una teoría antropológica basada en el mito del Sacrificio del Rey Sagrado, en primer lugar; a continuación, una teórica histórico-filosófica (gnóstica y mistérica) fundamentada en la tradición indoirania y en las religiones de misterio, y desarrollada en el platonismo heredado por la tradición helenística, por el gnosticismo cristiano y por la Iglesia romana; y, finalmente, una teoría histórico-crítica del Mesías-Cristo de Israel a través del estudio de la historia propiamente dicha y de los textos (hermenéutica) del judaísmo del Segundo Templo y de los distintos judeocristianismos de los siglos primero y segundo, anteriores a la constitución de la Iglesia. Todo ello, según Ferrer, desde una perspectiva aconfesional, laica y no religiosa del autor («ateísmo esencialista») y desde una metodología holista y dialéctica, basada en criterios de materialidad gnoseológica.

Es por ello que, junto al mito redentorista del arcaico Sacrificio del Rey Sagrado (muerte-resurrección de Tammuz, Osiris, Dioniso, Atis, Adonis, etc.) complementa la figura definitiva del Mesías-Cristo (de acuerdo a la doctrina paulina) el mito gnóstico de salvación (descenso a la tierra del hijo de dios y regreso a los cielos), operativo desde los brahamanes prehinduistas hasta el Cristo del protognosticismo cristiano. Un mismo hilo conductor este último que vincula diacrónicamente y en franca sucesión temporal las figuras salvadoras del mediador del Śvetāśvatara-Upanishad; el Saoshyant del mazdeísmo zoroastriano; el Maitreya budista; el Krishna y los avatāras del hinduismo; el Saoshyant de los textos pahlevis; el Mitra romanizado de los piratas cilicios; el Salvador de los Oráculos de Histaspes de la literatura apocalíptica escrita en griego, y el Mesías-Cristo celestial de la literatura apocalíptica judía. Una figura ésta que las cartas de Pablo de Tarso fundieron con el destino del Rey Sagrado mistérico, dando lugar con ello al Cristo muerto y resucitado de la narrativa y el simbolismo del gnosticismo cristiano y del cristianismo romano del obispo Ireneo.

Vaya por delante, como asegura Eliseo Ferrer en la introducción, que ésta no es una obra de consenso académico (sino, más bien, escrita contra el consenso); y tampoco una obra guiada por la fe religiosa, ni por los presupuestos decimonónicos del ateísmo antirreligioso y anticristiano. Se trata de una obra eminentemente crítica, basada en una rigurosa metodología, que pone radicalmente en cuestión la artificial construcción de la Iglesia de finales del siglo segundo y los planteamientos legendarios y fabulosos sobre los que los obispos cimentaron sus orígenes.

El Sacrificio del Rey Sagrado, segun Eliseo Ferrer

«Sacrificio y drama del rey sagrado». pp. 52-54.

De igual manera que la semilla y la planta del cereal, el Rey Sagrado (según el criterio establecido por James G. Frazer) debía morir también para luego resucitar: exactamente igual que la semilla del grano moría bajo la tierra en invierno para resucitar en primavera bajo el aliento del agua y de la luz del sol. Se trataba de dos fenómenos solidarios que aparecían inextricablemente implicados, en permanente simbiosis funcional; pues si el destino del cereal inspiraba el destino cíclico de la muerte y la resurrección del Rey Sagrado, la muerte de éste en sacrificio ritual alentaba y hacía posible la germinación del cereal. Tal es así que podemos asegurar que en aquellas sociedades no había renacimiento y resurrección de la naturaleza vegetal y esperanza para la continuidad del cosmos (incluido el destino cíclico, tras la muerte, de los hombres) sin muerte sacrificial, viniese ésta encarnada por el niño-dios (el hijo-amante de la diosa), por el rey sagrado (esposo de la reina o la sacerdotisa), por el hijo primogénito del soberano o por los «reyes temporeros» [2] (sustitutos del monarca destinados al sacrificio anual). No se trataba, como hemos dicho, de un rito de adoración de la naturaleza ni de una mera contribución al poder de la tierra, sino de un rito sacrificial de magia creadora que cabía considerar como un signo propiciatorio con el que activar y regenerar, por medio de la sangre de la víctima, las fuerzas y las energías cósmicas ocultas.

De esta forma, partiendo de la definición clásica de Loisy [3] sobre el sacrificio ritual, podríamos decir que el Sacrificio del Rey Sagrado presuponía, en términos arquetípicos, un modelo mítico de instrucción y guía de la acción humana: un paradigma ritual sustentado en una institución cultural, a través del cual, y por medio de la ofrenda a determinadas fuerzas invisibles (los espíritus de los antepasados, las energías cósmicas o la divinidad) de la vida y la sangre del hijo-amante de la diosa, de la vida y la sangre del soberano, de un sustituto elegido para la ocasión o de su propio hijo, se establecía un proceso de comunicación entre los oficiantes y esas entidades ocultas. Todo ello encaminado hacia la obtención de un propósito determinado: la regeneración de las fuerzas cósmicas dentro del plano de totalidad en el que se hallaba inmersa la actividad humana.

Eliseo Ferrer
Eliseo Ferrer

Por supuesto, debemos suponer, como han hecho la antropología y la sociología de los pueblos primitivos, que la víctima del sacrificio debió evolucionar de acuerdo a los cambios operados en aquellas sociedades y, en particular, al papel cada vez más preponderante que el hombre, como macho reproductor, adquiría en el entramado sociocultural de relaciones. Se entiende así que el sacrificio ritual y la muerte comenzase recayendo en el hijo de la diosa, encarnado en el hijo de la reina o de la sacerdotisa principal, para, una vez iniciado el proceso de conciencia de la equiparación del hombre al papel de la mujer en el proceso reproductor, ser sustituido paulatinamente por la encarnación de Urano en la tierra; es decir, por el Rey Sagrado, el hijo de dios convertido en esposo de la reina o de la sacerdotisa tribal, quien debía ofrecerse en sacrificio en beneficio de la comunidad. De esta forma, el rey habría sido designado anualmente por la reina o por la sacerdotisa con la finalidad de irrigar con su sangre las arterias de la tierra y convertirse en víctima del sacrificio regenerador con el que asegurar la resurrección de los frutos y las cosechas; garantizar la estabilidad de las fuerzas cósmicas frente al desafío de las catástrofes naturales a través de una «nueva creación», y reafirmar el destino y la regeneración cíclica tras la muerte de los individuos. Solo mucho tiempo después, con la penetración del patriarcado y los usos y la ideología de los pueblos indoeuropeos y de los pastores semitas, pudo pensarse en el triunfo del instinto de supervivencia masculino y el aferramiento al poder y a la vida por parte del soberano, quien conduciría a una dilatación cada vez mayor del periodo o ciclo de ejecución del sacrificio. [4] Una tendencia que llevaría, en ocasiones, hasta aplazamientos de treinta años, como atestigua la experiencia del ritual egipcio de regeneración de la realeza. [5] Incluso, con el tiempo, se llegaría a la delegación de la muerte sacrificial en la figura del hijo primogénito del monarca o en «reyes sustitutos» elegidos entre los prisioneros de guerra o los condenados a muerte. Sea como fuere, no interesa a nuestro propósito elaborar una pormenorizada casuística ni particularizar en la erudición de cada uno de estos casos concretos, cada uno de los cuales presentó sorprendentes matices muy dignos de consideración.

Fundamentalmente, nos interesa el fenómeno del Rey Sagrado como encarnación del hijo-esposo-amante de la diosa y, a la vez, como síntesis y compendio de todas las posibles formas sacrificiales de la religión cósmica del Neolítico. Y para entender el nacimiento de su figura y su sacrificio ritual (primero como garante de la fertilidad de los campos -resurrección- y luego como chivo expiatorio -«siervo sufriente»- de un rito purificador), hay que atender a dos aspectos clave en la evolución de la cultura de los primitivos cultivadores. Sin estos dos aspectos no pueden entenderse ni los ritos de sacrificio ni el surgimiento de los mitos de los dioses-hombre («hijo-amantes» de la diosa) que, bajo la tutela de ésta, debían morir para luego resucitar anualmente.

Por una parte, hemos de tener en cuenta que el primer desarrollo de la agricultura debió seguir supeditado al contexto cultural de los ciclos lunares de las sociedades paleolíticas y del primer Neolítico, aunque tiempo después, y de manera paulatina, la producción de vegetales comestibles terminase adaptándose obligatoriamente al ciclo anual determinado por el sol. No hay que olvidar que la luna había sido desde tiempos inmemoriales uno de los componentes más importantes de todos los grupos humanos, y no solo en lo referente a una toma de posición a través de la medida del tiempo concreto, sino también, y muy importante, a través del simbolismo que inspiraba su apariencia cambiante, de donde sin duda se extrajeron las primeras nociones abstractas de nacimiento, muerte, resurrección, ciclo temporal, regeneración periódica, arriba y abajo, luz y oscuridad, etc.

Lo que hicieron las instituciones culturales de los primitivos cultivadores fue reforzar y llenar de sentido totalizador (cósmico) un simbolismo arcaico que hundía sus raíces en la «mística» lunar del Paleolítico, y que cabe situar, por lo tanto, en sociedades de cazadores y recolectores. «La antigüedad y la universalidad de las creencias relativas a la luna nos prueban que para un primitivo la regeneración del tiempo se efectuaba continuamente. La Luna era el primer muerto, pero también el primer muerto que resucitaba». [6] Por lo que la importancia de los mitos lunares en la organización de las primeras nociones relativas a la muerte y la resurrección, la fertilidad de la tierra y la regeneración periódica resulta de todo punto indiscutible. Pues «así como la desaparición de la luna nunca era definitiva, puesto que necesariamente iba seguida de una luna nueva, la desaparición del hombre no lo era tampoco, y especialmente la desaparición de toda la humanidad (diluvio, inundación, deriva de un continente, etc.), que nunca era total, pues renacía de una pareja de supervivientes». [7] Digamos que en el plano de la simbología lunar, que a lo largo del Neolítico se hizo extensiva a la vegetación y al destino último de los hombres, tanto la muerte de los individuos como la muerte y la desaparición de la especie se tornaban necesarias de cara a un nuevo renacimiento; del mismo modo que eran necesarios los tres días de oscuridad y tinieblas que precedían a la primera luna creciente. «La muerte del hombre y de la humanidad eran indispensables para que éstos se regenerasen», [8] y para que, al modo de la luna y de los ciclos de la fertilidad agrícola, encontrasen una nueva existencia tras la resurrección.

El otro aspecto a tener en cuenta, y muy importante también, es el que nos obliga a considerar el desvelamiento del misterio de la maternidad, tal y como comentamos, tras el descubrimiento y la aceptación a todos los niveles del papel del coito, y, por lo tanto, del papel del macho como generador de vida y factor imprescindible de la procreación. Con estos descubrimientos, el papel del hombre frente a la relativa hegemonía de la mujer y el papel del sol frente a la hegemonía del culto lunar comenzaron a adquirir cada vez más valor y preponderancia. De tal manera que podemos decir que, a través del primer sistema de producción, el Neolítico, inicialmente lunar y matrilineal, terminó descubriendo, a través de la agricultura, el poder del sol como fuente de supervivencia sobre la tierra. Junto a esto, el descubrimiento de la relación causal entre el coito y la procreación, ofreció al hombre un estatus social, cultural y religioso del que hasta entonces había carecido; si bien, supeditado por el momento a una sociedad tribal que todavía encontraba su más alta expresión en la herencia matrilineal, el calendario lunar y la encarnación local de la diosa madre en su sacerdotisa principal.


  • [1] Eliseo Ferrer. Sacrificio y drama del rey sagrado (Genealogía, antropología e historia del mito de Cristo). Madrid, 2020.
  • [2] James G. Frazer. La rama dorada. Magia y religión. Madrid-Ciudad de México, 2014. p. 196.
  • [3] Cf. Alfred Loisy. Essai historique sur le sacrifice. París, 1920.
  • [4] En algunos contextos se paso del ciclo anual del sol a los ocho años que marcaba el ciclo de las cinco revoluciones sinódicas de Venus. El planeta Venus necesita 584 días para completar un ciclo de cada una de sus fases (una revolución sinódica). Cinco fases (584 x 5 = 2.920 días) hacen ocho años (365 x 8 = 2.920 días). Por tanto, Venus necesita ocho años para volver al mismo lugar del zodíaco en el momento en que tiene su brillantez máxima.
  • [5] En el antiguo Egipto la fiesta del Heb Sed, o fiesta de la renovación del soberano, se celebraba a los treinta años de la entronización del faraón, (tras esta primera renovación, debía celebrarse cada tres años), y tenía un significado místico derivado de la condición divina del monarca. En esta celebración el todopoderoso soberano se sometía a una serie de pruebas que debía superar con éxito para que sus poderes fuesen renovados. Se trataba de un «jubileo» real que, según supone el egiptólogo Flinders Petrie, tuvo su origen en el sacrificio ritual primitivo del rey divino, asesinado antes de que sus fuerzas decayesen.
  • [6] Mircea Eliade. El mito del eterno retorno. Buenos Aires, 2001. p. 54.
  • [7] Op. Cit. 55.
  • [8] Op. Cit. 56.

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Eliseo Ferrer, autor en la editorial