Alfred F. Loisy

Los Cultos de Misterio,
segun Loisy

Alfred Loisy: «Los misterios paganos y el misterio cristiano»

Un considerable avance en el estudio crítico de los orígenes del cristianismo en el seno de la Iglesia, que no ha perdido toda su actualidad y vigor.

El fondo del cristianismo paulino está en las palabras: «No soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí”.

El clérigo francés Alfred Loisy llevó a cabo, a principios del siglo pasado, una construcción sobre los orígenes del cristianismo [1] que podemos situar a caballo entre los postulados ateos y comparatistas de la Historia de las Religiones y las posiciones ortodoxas de la Iglesia. Todo lo cual no impidió que el investigador galo fuese excomulgado y expulsado de la Iglesia (condenado por el Santo Oficio en 1903), a consecuencia de la interpretación que la jerarquía católica hizo de sus avanzadas propuestas. Pues, en su búsqueda de una autenticidad espiritual y de una coherencia doctrinal, Loisy pretendió introducir una metodología historicista en relación a los dogmas católicos, y ello desde posiciones integradoras: sin intención de demoler los pilares de la institución, como parecían hacer ciertos investigadores agnósticos y ateos desde mediados del siglo diecinueve. Es decir, argumentó en parte de su obra que su intención no era otra que la de «liberar la historia del catolicismo de lo que consideraba una tutela rígida y anacrónica, para luego poder reafirmar la independencia de la crítica bíblica y de la especulación teológica». Por lo que, en esta línea, se mantuvo firme en el rechazo de dogmas importantes como los de la Inmaculada Concepción y la propia resurrección de Cristo; de tal forma que llegó a considerar como objeto prioritario de la doctrina de Iglesia la fe de los fieles, entendida en un sentido simbólico y evolutivo, en lugar de la dogmática y la interpretación literal evangélica de la vida, la muerte y la resurrección de Jesucristo, tal y como se venía haciendo desde mediados del siglo segundo.

Hay que reconocer que el rechazo del dogma de la resurrección de Cristo fue determinante en la obra de Alfred Loisy, ya que dio lugar a uno de sus libros más importantes y, quizás, el que mejor ha sobrevivido al paso del tiempo: «Los misterios paganos y el misterio cristiano». [2] En esta obra, el clérigo francés rechazaba implícitamente la interpretación literal de los evangelios y proponía un claro fundamento mistérico en la idea de «resurrección» plasmada en las cartas de Pablo de Tarso, que sustentaba en los cultos de Dioniso- Orfeo, [3] Deméter- Perséfone, [4] Cibeles-Atis [5] e Isis-Osiris, [6] además de dedicar un capítulo a la singularidad del dios Mitra. [7] Todas ellas, como vemos, y salvo este último, deidades mistéricas de la muerte y la resurrección inspiradas en el modelo arquetípico del Sacrificio del Rey Sagrado propuesto por James G. Frazer.

Dumuzi-Inanna, Tammuz-Ishtar, Osiris-Isis, Adonis-Astarté, Atis-Cibeles, Dioniso-Deméter (Perséfone) y Jesucristo-Sabiduría, entre otros, representaron distintas formas y denominaciones de un mismo mito soteriológico del mediador, que desafiaba al destino de los arcontes planetarios, y que, a partir cierto momento, ofrecía protagonismo a algunas de sus versiones femeninas representadas por sus «madres-amantes», como pusieron de relieve Deméter en Eleusis, Cibeles en Roma o Isis por todo el Mediterráneo. [8] Y, en este sentido, resultaba clave la idea del «mediador», perfectamente interpretada por Loisy; porque, en definitiva, «de Cristo recibía el cristianismo la certeza de la inmortalidad»; [9] pero no de Dios. Pues el papel de salvador-redentor no podía ser desempeñado por todas las divinidades, y mucho menos por el supremo Dios Padre de los indoeuropeos (lo Uno y la absoluta totalidad) reformulado por los filósofos griegos. «En general, las divinidades de los misterios eran igualmente aquéllas que podían llamarse mediadoras, y cuyas funciones originales las preparaban, en cierto modo, para su papel de salvación», [10] señalaba. Al tiempo que en otra parte de esta obra dejaba sentir su formación historicista para manifestar que la tradición de Israel «no pudo enseñar a los creyentes que el cristiano moría con Cristo en el bautismo para resucitar con él; o que el fiel comulgaba realmente en la eucaristía con ese mismo Cristo muerto y resucitado». [11] «La tradición propiamente judía no podía conocer ningún mito de estas características… Se trataba del mito pagano del dios inmolado, tal como se encontraba en los misterios de Dioniso; y este mito fue adaptado a una teoría de la redención que no carecía de analogía con la de los misterios órficos, aunque difiriese considerablemente en la concepción de la vida, de la muerte y de la inmortalidad». [12]

Hablamos de divinidades de los cultos mistéricos grecopaganos, cuyos rasgos constitutivos del mito primigenio y el ritual nos transportan a la interpretación mágica del proceso de las estaciones y a la sucesión cíclica del proceso de la vida y la muerte de la vegetación. Una interpretación primitiva del mundo circundante que terminó dando paso, a través del sacrificio humano, a una concepción religiosa del dios que moría y resucitaba todos los años. Un dios-hombre mediador cuyos atributos y funciones, lo mismo que el significado y las formas del mito, variaron y diversificaron su horizonte simbólico hasta ofrecer distintos planos de interrelación entre lo humano y lo divino.

Para conocer la perspicacia con la que un miembro de la Iglesia analizaba a principios del siglo pasado los orígenes del cristianismo, ofrecemos a continuación una selección de párrafos de «Los misterios paganos y el misterio cristiano», que no han de resultar indiferentes al lector:

—Págs. 173, 174 (Los misterios paganos y el misterio cristiano).

El Cristo de esta religión tiene en ella el papel que en los cultos de misterios desempeñan los dioses sufrientes, y tiene su mito completo, que Pablo solo indica en el texto citado, pero que detalla en otras partes, en especial en la Epístola a los Romanos cuando trata de la justificación mediante la fe, y en la Primera a los Corintios, cuando expone el fundamento de la esperanza cristiana. Dos hombres existieron desde un principio: uno, el hombre de la tierra, de la carne, Adán, que fue, según la carne, el antepasado de la humanidad; el otro, el hombre del espíritu y del cielo, el Hijo de Dios, el prototipo y el generador de los que nacen del espíritu.

—Pág. 176, 177, 178 (Los misterios paganos y el misterio cristiano).

Pero el Hijo de Dios, el Hombre celestial, solo podía morir para resucitar. Solo moría para ser el primero de los muertos que reviven en la eternidad. Por un hombre había llegado la muerte, por un hombre llega la resurrección de los muertos; todos mueren a causa de Adán, todos reviven gracias a Cristo. La Escritura dice que el primer Adán fue creado corno «ser viviente»; pero el segundo Adán es un «espíritu vivificante»; como hombres terrestres morimos en nuestra condición de tales; pero si tomamos, uniéndonos a Cristo, la forma del Hombre celestial, seremos hombres celestiales y resucitaremos como él.

Tal es la teoría de salvación cuyos diversos aspectos se exponen en las Epístolas cuando se presenta la ocasión. Esto no es más consistente que un mito, y por otra parte lo es… De cualquier lugar que provenga la idea de los dos jefes de la humanidad, celeste y terrestre; la idea del reino universal del pecado en la humanidad por la falta de su primer antepasado; la de la muerte como consecuencia del pecado; la de la destrucción del pecado por la muerte del Cristo en la carne pecadora que tomó junto con la librea de hombre terrestre, es muy evidente que el conjunto de estas ideas, a pesar del color moral que afectan, no está mucho mejor construido desde el punto de vista lógico que los mitos de Osiris o de Atis, y casi no está mejor fundado en la razón o la experiencia. Es la interpretación moral de viejas nociones mitológicas, como el relato bíblico del diluvio universal es la interpretación moral de un viejo mito naturista. No nos detengamos pues a discutir la hipótesis de los dos prototipos de la humanidad, el que la perdió y el que la salvó, ni el modo singular —perfectamente conforme por otra parte con la vieja magia ritual que se aplica constantemente en los sacrificios de las diversas religiones— de comprender el origen de la muerte a partir del pecado de Adán, y la destrucción del pecado y de la muerte por la muerte y resurrección del Cristo.

Sería más útil poder determinar los orígenes de toda esta mitología. Como parece cierto que la tradición del judaísmo no proporcionó todos los elementos de la construcción, y sobre todo no pudo sugerir la idea que domina esta síntesis: la venida a la tierra de un ser celestial, verdaderamente divino, que se metamorfosea en hombre como los dioses de la mitología y que muere por el bien de quienes lo matan. La atribución de un valor expiatorio a los sufrimientos del justo no es extraña á la tradición judía, pero aquí se trata de una cosa muy distinta. Pablo considera tan solo el valor moral de la expiación; primero y principalmente piensa que la virtud mística es inherente a la muerte de un ser divino-humano que, por la condición de su doble naturaleza y a causa de su carácter típico —carácter puramente mitológico—, puede arrastrar consigo a la muerte el pecado de la humanidad, y elevar consigo hasta la gloria a la humanidad así redimida. La tradición propiamente judía no podía conocer ningún mito de ese tipo, y no lo conocía. Se trata del mito pagano del dios inmolado, tal como se encuentra en los misterios de Dioniso; y este mito está adaptado a una teoría de la redención que no carece de analogía con la de los misterios órficos, aunque difiera considerablemente por la concepción de la vida, de la muerte y de la inmortalidad.

—Pág. 181 (Los misterios paganos y el misterio cristiano).

El fondo del cristianismo paulino está en las palabras: «No soy yo quien vive, es Cristo que vive en mí”. Y en estas palabras mismas aparece uno de los puntos esenciales que relacionan este cristianismo con los misterios, diferenciándolo en parte del judaísmo y del Evangelio.

—Págs. 183, 184, 185 (Los misterios paganos y el misterio cristiano).

«Hablamos de sabiduría entre los perfectos». Es bastante curioso que Pablo distinga así desde el comienzo dos categorías de creyentes, y bien podríamos decir de iniciados: los del primer grado, a quienes se comunican los principios elementales de la fe, y los del grado superior, a quienes se revela una doctrina más profunda. Esta distinción solo tiene su significación plena en la lengua de los misterios y para una religión de misterio. Estamos tan en lo cierto que Pablo va a pronunciar la palabra. “No se deroga ni la sabiduría de este mundo ni la de los soberanos de este mundo, sino que enseñamos la sabiduría de Dios que está en misterio, oculta, la que Dios ha predeterminado antes de los tiempos para nuestra gloria, que ninguno de los soberanos de este mundo ha conocido. Porque si la hubieran conocido no habrían crucificado al Maestro de la gloria”.  El secreto no es tan profundo que no pueda adivinarse con seguridad: la Sabiduría es el plan providencial de la redención de los hombres por el Cristo y, en cierto sentido, es el Cristo mismo, el Cristo eterno, predestinado a realizar la salvación, a preparar mediante su muerte la gloria del cielo para los elegidos. En tanto revelación divina, esta sabiduría es superior a la de este mundo, es decir a la filosofía de los doctos; también a la de los amos de este mundo, es decir a la de las potencias demoníacas a quienes Dios confió el gobierno del mundo y cuyo poder está abolido o lo estará por la victoria del Cristo. Sabiduría única, celosamente reservada por Dios para aquellos a los cuales quería salvar mediante su Hijo, y que él ocultó a los espíritus que administraban, más mal que bien, los asuntos de la humanidad. De aquí viene que estos espíritus crucificaran a Jesús sin sospechar que condenaban a muerte al que debía ganar para los hombres la gloria de la inmortalidad después de entrar él mismo en ella.

Este último punto de «sabiduría» quizás no ha recibido aún de los historiadores críticos toda la atención que merece. Es tema del cristianismo paulino que la redención por el Cristo sea una verdad de misterio, expresamente designada así por Pablo mismo.

—Pág. 185 (Los misterios paganos y el misterio cristiano).

El parentesco del «Señor de la gloria», del Cristo espíritu, con los dioses de los misterios es especialmente notable en las manifestaciones de su presencia entre los suyos, en lo que Pablo llama los «charismata», y que en el culto de Dioniso los llamaban de otro modo.


  • [1] Cf. Alfred Loisy. «El nacimiento del cristianismo». Bueno Aires, 1948.
  • [2] Cf. Alfred Loisy. «Los misterios paganos y el misterio cristiano». Barcelona, 1990.
  • [3] Op. Cit. 24.
  • [4] Op. Cit. 42.
  • [5] Op. Cit. 65.
  • [6] Op. Cit. 93.
  • [7] Op. Cit. 119.
  • [8] Eliseo Ferrer. «Sacrificio y drama del rey sagrado (Genealogía, antropología e historia del mito de Cristo)». Madrid, 2020. p. 270.
  • [9] A. Loisy. Op. Cit. 18.
  • [10] Op. Cit. 18
  • [11] Op. Cit. 209.
  • [12] Op. Cit. 177, 178.

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